En Mendoza, tierra de vinos y montañas, también hay espacio para otras cosechas: la de bandas que germinan en la precariedad y florecen en el ruido. Allí, a fines de 2017, nació Motochorros, una agrupación que más que un grupo parece un organismo vivo, mutante, un Voltron sonoro que se alimenta de quienes se suman a su viaje. Hoy la tripulación está integrada por Martín, Fede, Nacho y Gonzalo Motochorro, pero el nombre, casi un tótem, supera a los individuos.
A diferencia de muchas historias donde los primeros ensayos se recuerdan como un desborde de desprolijidad, Motochorros se gestó con otra disciplina. “Nunca hubo un ensayo caótico. Vamos con las cosas claras, directos a lo concreto. Hay espacio para lo lúdico, pero no para el caos”, cuentan. Esa frase resume una filosofía: el ruido no es confusión, es dirección.
¿Cómo explicar lo que hacen a quien nunca los escuchó? Ellos mismos lo describen como una banda punk en el universo de Mad Max. Ruido, crudeza y energía condensada en un paisaje distópico donde todo parece a punto de estallar. La música de Motochorros no es solo sonido: es también imagen, concepto, narrativa cinematográfica. Cada canción funciona como un fotograma arrancado de una película oscura que vibra entre el asfalto, el metal y la furia.
El under mendocino, como en tantas ciudades, está marcado por la falta de espacios y por un sistema que parece privilegiar a unos pocos. Motochorros no se victimiza, sino que elige un camino claro: la autogestión como ética y destino. “No hay soluciones mágicas, solo trabajo constante. Somos under, pero sin que eso signifique algo de poco valor. El compromiso es el mismo frente a diez personas o frente a cien.”
En esa convicción encuentran fuerza. La horizontalidad, dicen, abre puertas. Y esas puertas llevan no solo a escenarios locales, sino también a giras y a un crecimiento que trasciende fronteras.
El público es parte del ritual. No hay anécdotas rimbombantes, solo la maravilla —simple y poderosa— de que la gente sepa las canciones y las grite de memoria. Entre su repertorio, destacan dos piezas: “Motochorro” y “Criminal”, que condensan esa mezcla de identidad, crudeza y declaración de principios. Pero ellos lo aclaran: la banda no es solo canciones. Motochorros es el vivo, lo visual, lo colectivo.
Con la vista puesta en el 2026, la banda ya planifica grabaciones, giras y nuevos discos. El motor está encendido y no se detiene. “Estamos en todo eso: grabando, planeando giras y recitales. Si seguimos así, vamos bien. Tal vez con algunos discos más en la mochila”, aseguran.
A quienes aún no se animan a ir a verlos en vivo, les dejan una advertencia cargada de orgullo y proyección:
“Se están perdiendo algo que, en algún momento, sus hijos o nietos les van a preguntar. Los esperamos en la próxima y los queremos mucho.”
Motochorros no es solo una banda de punk mendocino: es una metáfora. Un recordatorio de que el arte más visceral nace de la autogestión, del compromiso y de la certeza de que lo auténtico no pide permiso. Son, como dicen, un eco de Mad Max en las calles de Mendoza: velocidad, ruido, peligro y belleza en medio del caos.
Por: @juka.rosales