En Mendoza, donde el under late como un animal indomesticado, nació Amidala, una banda que no busca complacer, sino herir con belleza. Su origen no tiene la épica tradicional de los grupos que se fundan con un apretón de manos. Fue más bien un accidente, un tránsito entre las canciones solitarias de Juanbru y la necesidad de armar un refugio colectivo. Primero llegó Nacho Kova, luego Juampi Masuet, y más tarde Wence, hasta completar una formación que no necesitó proclamarse como banda: simplemente sucedió.
Ver a Amidala en vivo es una experiencia sensorial. Es dejarse arrastrar por capas de texturas y sonidos que invitan al trance, hasta que la calma se rompe en mil pedazos con riffs pesados, como los que marcaron su Dorrego EP. Su música no es lineal: es un vaivén entre lo etéreo y lo brutal, un diálogo entre caricias y cuchilladas.
Las letras, escritas en su mayoría por Juanbru, no maquillan el vacío: hablan de desamor, soledad y desesperación. No desde la queja ligera, sino desde la urgencia de quien necesita transformar su herida en arte. La música, entonces, se vuelve escenario de esos estados: paisajes fríos, noches largas, abrazos que se deshacen antes de llegar.
Amidala no existiría sin el under mendocino, ese ecosistema de casas, bares y colectivos que sostienen la cultura a fuerza de autogestión. “Es hermoso ser parte de esta escena, que nos acogió rápidamente”, cuentan. Y lo cierto es que en menos de un año ya editaron un EP, viajaron al sur y se abrieron paso en un circuito que no regala nada.
Le deben parte de su recorrido a referentes como Santi Vargas, que confió en ellos antes incluso de conocerlos, y a bandas hermanas como Verónica Lía o Parcialmente Nublado, con quienes hoy comparten escenarios y afectos. No se trata solo de hacer música: es ser parte, ir a los toques, charlar con otros proyectos, crear juntos. Amidala entiende que en el under nadie sobrevive solo.
El público mendocino tiene la particularidad de convertir los conciertos en rituales de comunidad. Ellos recuerdan cuando alguien se robó el micrófono para gritar una canción, o cuando un cuerpo voló sobre la multitud sostenido por brazos anónimos. Escenas que difícilmente ocurren en festivales masivos, donde la distancia convierte al espectador en cliente. Amidala sabe que en el under no hay barreras: todos se sumergen en el mismo torbellino.
“Tus Besos” y “Tu Frío” son, quizás, los dos temas que mejor representan su estética: melancólicos, intensos, cargados de vulnerabilidad. Pero la banda ya trabaja en nuevas direcciones. Están componiendo un split junto a Parcialmente Nublado, planean viajar a Buenos Aires en noviembre y hasta lanzar su primera tanda de remeras, un gesto de identidad y resistencia en un contexto donde el apoyo económico siempre es escaso.
Amidala no pretende agradar a todos. Su apuesta es más honesta: hacer la música que les nace, sin concesiones ni disfraces. En un panorama donde muchas propuestas suenan idénticas, ellos levantan una bandera distinta. No ofrecen entretenimiento fácil: proponen una experiencia, un espacio para que el oyente se vea reflejado en lo oscuro, lo quebrado, lo humano.
En el fondo, Amidala no es una banda: es un espejo. Un recordatorio de que la soledad puede sonar hermosa, que el dolor puede tener riffs y que, aunque todo parezca perdido, siempre habrá canciones que nos devuelvan al trance.
Por @juka.rosales